A veces se dice que la fe católica es una paradoja entre muchas otras. Este domingo nos ofrece un ejemplo sorprendente de una de esas paradojas fundamentales de nuestra fe, que exige que los cristianos aceptemos una tensión que está en el corazón de nuestra vida cotidiana de fe. ¿Qué quiero decir con esto?
El profeta Daniel habla de un tiempo “sin igual en angustia”. El versículo del Aleluya nos advierte que estemos vigilantes en todo momento, para que podamos tener la fuerza para estar de pie ante el Hijo del Hombre. Jesús, en nuestro Evangelio, habla de una gran tribulación cuando el sol se oscurecerá, la luna no brillará, las estrellas caerán del cielo y los poderes en los cielos serán sacudidos. En este contexto, Él vendrá nuevamente con poder sobre las nubes, enviando a sus ángeles para reunir a aquellos que Él ha elegido.
?Estos son pasajes aterradores e intimidantes: cada una de nuestras vidas terminará, incluso este mundo terminará, y el pueblo de Dios tendrá que sufrir un tiempo terrible de gran angustia, y sin embargo tendrá la gran e incierta tarea de permanecer fiel a pesar del sufrimiento y la tribulación.
? Sin embargo, contrasta esto con nuestro Salmo y la segunda lectura. La carta a los Hebreos nos dice que la única y perfecta ofrenda de Jesús, el Sumo Sacerdote, ha quitado los pecados y ha hecho perfectos para siempre a los que están siendo consagrados. Y el Salmo nos dice: “Tú eres mi herencia, oh Señor. Por eso mi corazón se alegra y mi alma se regocija, también mi cuerpo permanece confiado, porque no abandonarás mi alma en el infierno ni permitirás que tu fiel sufra corrupción”.
¿Cuál de las dos opciones es, entonces? ¿El mundo se está desvaneciendo en una terrible angustia, amenazando con separarnos de Jesús Nuestro Señor? ¿O nuestros corazones se alegran en la redención y salvación de Dios, en una herencia que ya hemos recibido?
La respuesta, por supuesto, es ambas. Como destacan estas lecturas, los cristianos vivimos en un tiempo intermedio paradójico. Hemos sido salvados. Hemos sido redimidos por el bautismo. Hemos recibido la vida misma de Dios en los sacramentos. ¡Y nos alegramos!
Sin embargo, llevamos este tesoro en los frágiles vasos de barro de nuestra propia fragilidad, sufriendo pruebas constantes del mundo, del diablo e incluso de nuestra propia carne. La luz que llevamos dentro corre el peligro constante de ser suprimida, o incluso extinguida, por nuestros propios pecados.
?Por eso, este domingo es el momento perfecto para renovar nuestra esperanza en Jesús y sus promesas. Podemos regocijarnos en los grandes dones que ya nos ha dado, pero también pedir su ayuda y fortaleza en las pruebas que sabemos que aún debemos enfrentar. Al acercarnos a Jesús en el Santo Sacrificio de la Misa, renovemos entonces nuestra alegría y esperanza, especialmente en el Cuerpo y la Sangre de Jesús que nos dan la vida verdadera.
Imagen: El Juicio Final de Miguel Ángel