La primera carta de San Juan dice: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como sacrificio por nuestros pecados”. ¡El amor de Dios pone nuestro mundo patas arriba y al revés! Lo digo en tres sentidos. En primer lugar, el amor de Dios es el amor de Dios por nosotros. Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo— posee, o mejor dicho, es, la perfección absoluta. Incluso antes de crear a cualquier ser humano, ángel o la primera partícula de nuestro universo material, Dios era perfectamente feliz. La comunión de la Trinidad es la felicidad más perfecta y no deja a Dios sin necesidad de nada más.
Así pues, Dios no nos creó para que le proporcionáramos ningún beneficio, sino por pura generosidad. Y, además de crearnos, Dios nos dio la libertad de amarlo o de alejarnos de Él. Luego, después de que nos alejamos de Él, Él se convirtió en uno de nosotros y murió una muerte horrible para reconciliarnos con Él. Ese es el amor que Dios tiene por nosotros.
En segundo lugar, el amor de Dios, es decir, nuestro amor a Dios, cambia todos los aspectos de nuestra vida. Si Dios nos ama a pesar de nuestras faltas y nuestros errores, ¿cuánto debemos amarlo nosotros? Nuestra relación con Él debería ser lo más importante de nuestra vida, lo único importante de nuestra vida. Después de todo, la relación que Dios nos ofrece no dura cinco años, ni diez años, ni cien años, sino toda la eternidad. Cuando amamos a Dios, tenemos la oportunidad de entrar en esa felicidad perfecta de la Trinidad.
En tercer lugar, el amor de Dios nos cambia porque, si se lo permitimos, Dios nos ama en nosotros y a través de nosotros. Dejamos de amar con nuestro propio amor y empezamos a amar con el amor de Dios. Aprendemos a amar a Dios como las personas de la Trinidad se aman entre sí. Aprendemos a amar a nuestra familia, a nuestros amigos, a nuestros vecinos e incluso a nuestros enemigos con el amor de Dios, el amor con el que Dios nos ama a todos.
Cuando amamos con este amor, amamos con la abundancia gratuita y desinteresada con la que Dios nos ama. Aprendemos a ser generosos incluso con aquellos que nos hacen daño, así como Dios es generoso con nosotros que nos alejamos de Él. Aprendemos a dar, a servir, a perdonar. Y, al final del día, cuando amamos con este amor, será este amor el que recibiremos de vuelta, “medida buena, apretada, remecida y rebosante”.
Imagen: Cosimo Rosselli, El sermón del monte, 1481-2, Dominio público