Regocijaos en el Señor siempre

El Hno. Antonio María, OP, reflexiona sobre el Evangelio del tercer domingo de Adviento (Lc 3, 10-18) en nuestra serie de vídeos semanales.

“El Señor es mi pastor, nada me falta; en lugares de verdes pastos me hace descansar; junto a aguas de reposo me pastorea; conforta mi alma.” — Salmo 23:2

Jesús es el Buen Pastor, del que hablan los Salmos. Viene a ofrecer agua pura para nuestras almas resecas. Sin embargo, Juan presenta hoy a nuestro Señor utilizando imágenes completamente diferentes: Jesús viene con fuego, el fuego del Espíritu Santo, y aviva las llamas para que este fuego arda con más intensidad. ¿Cómo podemos entender esta aparente contradicción?

Podemos sentirnos tentados a centrarnos sólo en el Jesús que trae agua tranquilizadora y nos lleva sobre sus hombros como corderitos. Algunos sólo parecen conocer a este Jesús. Piensan que hay otro Jesús que trae fuego y espada. Ese Jesús es mucho más severo. ¡Nos exige! ¡No nos hace promesas de librarnos del sufrimiento!

Por supuesto, sólo hay un Jesús. Pero la realidad de Nuestra alma Es que, así como necesitamos agua, necesitamos fuego. Hay paja dentro de nosotros; debe desaparecer antes de que podamos encontrar el verdadero descanso. Juan nos recuerda hoy las cosas que hacemos a causa de la paja. Extorsionamos y acusamos falsamente. Nunca estamos satisfechos con lo que tenemos. Nos aferramos a las cosas y las acaparamos.

Necesitamos este fuego para purificarnos, pero es humano tener aprensión. El fuego es expansivo; por sí solo, no sabe cuándo detenerse. Cuando se trata del fuego del Espíritu Santo, debemos tener fe en que este fuego no nos dañará en lo más profundo.

El Señor que trae el fuego es El mismo Señor Él quiere llevarnos a aguas puras. Quiere usar el fuego para nuestro bien. Si lo dejamos trabajar en nosotros, seremos como la zarza ardiente: en llamas, pero no consumidas. En este sentido, ¡cómo desea el Señor que ya estemos ardiendo!

No tenemos necesariamente que salir a buscar ese fuego, sino que nos encuentra en las muchas circunstancias y llamamientos de nuestra vida. Lo más importante es ver nuestros sufrimientos con los ojos de la fe, encontrando en ellos una oportunidad de abandono y de ofrenda. Y, de la misma manera, podemos ver las cosas positivas de nuestra vida como una oportunidad de gratitud y de alegría. Con sencillez y paciencia, sin preocuparnos por nada, alegrémonos de los buenos dones del Señor nuestro Dios, ya sean agua o fuego.