El Santo Nombre de Jesús: Rescatado por un Nombre

¿Qué tiene de especial un nombre?

Por ti río quieto, donde la ola
Está enrollando lento al final de la tarde,
El haya, sobre una tumba sin nombre,
Su sombra tristemente móvil arroja

-Henry Wadsworth Longfellow, Canto fúnebre sobre una tumba sin nombre

Hay una especie de tristeza que surge naturalmente dentro de nuestros corazones cada vez que contemplamos una tumba sin nombre. Pero ¿por qué es así? ¿Qué tiene de especial un nombre? ¿Y qué es un nombre de todos modos?

Santo Tomás de Aquino enseña que se da un nombre para significar algo o alguien.

Es dado. Nadie se asigna un nombre a sí mismo. Recibimos nuestro nombre de alguien que nos precede o está por encima de nosotros. A Adán, que tiene dominio sobre las múltiples creaciones de Dios, se le encomendó nombrarlas. Sin embargo, solo Dios puede asignar su propio nombre, ya que nadie precede a Dios.

Además, se da para significar alguien o algo. Un nombre, especialmente un nombre personal, no es simplemente un saco de letras vacías, sino que representa verdaderamente a la persona que significa. Está ligado a un rostro, a una identidad. Al recordar el nombre de la persona, traemos a nuestra presencia a la persona a quien el nombre representa, no físicamente, sino espiritualmente a través de nuestro intelecto, memoria e imaginación.

Piense en un ser querido, repita su nombre con los labios y vea qué sucede. Una imagen comienza a emerger. Un recuerdo viene a la mente. Se agitan las pasiones. Y cuanto más amas a esta persona, más vívido el recuerdo, más intensa la experiencia. Un amante casi se derrite ante la mención del nombre del amado. Su corazón está inflamado y sonríe de oreja a oreja.

Tal vez por eso hay una sensación de pérdida cuando contemplamos una tumba sin nombre. La persona que yace debajo de la lápida casi no tiene rostro. Está despojado de su identidad a los ojos del espectador. Aunque pueden tener las vidas más increíbles y las historias más fascinantes, los vivos no pueden recordarlas porque ya no saben quiénes son.

Pero Dios no nos dejó una tumba sin nombre, y tampoco es una persona sin rostro. Por su divina condescendencia, Dios se humilló a sí mismo y tomó un rostro humano. Él, cuyo nombre no es dado por nadie, nos reveló Su Santísimo Nombre, Jesús, para que “todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo (Rm 10)”. Y no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres en que podamos ser salvos (Hechos 13:4).

Somos criaturas olvidadizas. Sin embargo, así como cuando pronunciamos repetidamente el nombre de nuestros seres queridos, recordamos el recuerdo de aquel a quien invocamos, así es cuando invocamos el nombre de Jesús. Mientras repetimos su nombre en nuestros labios, nuestro corazón se enciende. Por muy olvidadizos que seamos, si adquirimos el hábito de repetir su Santísimo Nombre, Dios encenderá la leña seca de nuestras palabras con la llama ardiente de Su amor. El dulce recuerdo de su pasión resurge y el fuego de su amor se reaviva.

Por lo tanto, ninguna sombra, lobreguez u oscuridad permanece en el corazón de aquel que conoce e invoca Su nombre. Su corazón está lleno de Cristo, que lo ha rescatado de la tumba.

Hermano Xavier Marie Wu, OP | Conoce a los Hermanos en Formación AQUÍ