¿Qué es la oración? El Catecismo dice que es la elevación del corazón y la mente a Dios. (CCC 2559)
Conocer a Dios es nuestro propósito final. “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú enviaste, Jesucristo”. (Juan 17:3) Porque cuando el alma ve a Dios en la visión beatífica, estamos, de hecho, unidos a él. “Seremos como él, porque lo veremos tal como es”, dice San Juan. (1 Juan 3:2) Y así en esta vida nuestra actividad más alta es fijar nuestra atención en Dios, meditar en él en oración.
Por eso el Rosario, bien dicho, es la oración más poderosa y eficaz, porque dirige nuestro corazón y nuestra mente a Dios de la manera más excelente.
Primero, el Rosario compromete todo nuestro ser. Con las cuentas en nuestros dedos, un crucifijo ante nuestros ojos y una letanía de “Avemarías” en nuestros labios, todos los sentidos externos están comprometidos. Los poderes espirituales del alma (nuestro intelecto y nuestra voluntad) ahora están libres para ser dirigidos hacia su fin más alto: Dios mismo.
Todo en el Rosario sirve a este fin último, que es meditar en Dios que se encarnó en la persona de Jesucristo. Nuestra alma se transforma, se conforma a Cristo, al unirnos a él en la meditación orante. Como dice San Pablo, “Todos nosotros, mirando a cara descubierta la gloria del Señor, somos transformados en la misma imagen”. (2 Corintios 3:18)
Este es el tesoro escondido del Rosario. Tristemente, muchos no comparten su maravilloso fruto porque nunca van más allá de lo mero externo de la recitación. A menudo olvidamos que las Escrituras enseñan que la forma más elevada de oración no está en las palabras, sino en la obra sin palabras del Espíritu Santo en nosotros. “Porque hemos de orar como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inefables”. (Romanos 8:26-27)
Y el Rosario es especialmente poderoso porque nos lleva a Jesús a través de María, la discípula perfecta. María es modelo de oración porque es ella quien fue constante en su meditación. Mientras contemplaba la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, continuamente “guardaba todas estas cosas en su corazón”. (Lucas 2:19, 51)
Nosotros, como María, debemos concebir a Cristo en nuestras almas y llevarlo al mundo. Nosotros, como María, debemos compartir sus sufrimientos y ser crucificados con Cristo. Y por este camino también nosotros, con Jesús y María, seremos resucitados a una vida nueva y llevados a la gloria.
Así entendido, podemos afirmar con San Luis de Montfort: “Si rezáis fielmente el Rosario hasta la muerte, os aseguro que, a pesar de la gravedad de vuestros pecados, recibiréis una corona inmarcesible de gloria”.
Hermano Anthony María Akerman, OP | Conoce a los Hermanos en Formación AQUÍ