Totus Tuus

Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio te in mea omnia.

Soy todo tuyo, y todo lo que tengo es tuyo. Te tomo por mi todo.

En lo que hubiera sido su 102nd cumpleaños, recordamos al (ahora canonizado) Papa Juan Pablo II. Muchas personas en todo el mundo recuerdan esta figura carismática y dinámica en la historia de la Iglesia como alguien que trajo el rostro radiante de Jesucristo a un mundo cada vez más secular y consumista, desprovisto de cualquier noción de la trascendencia del amor del Padre por Sus hijos. De modo particular, llevó a los hombres ya las mujeres a una relación con Jesús, el Hijo de Dios, por medio de su Madre. Esta devoción mariana que moldeó la vida interior del santo formó su identidad como hombre cristiano, su ministerio sacerdotal y su pontificado. El amor a la Madre de Dios se centra en Cristo y, en última instancia, lleva al cristiano a las alturas y profundidades de la vida trinitaria de Dios. En su Encíclica de 1987 titulada La Madre del Redentor (redemptoris mater), le recuerda al mundo que:

“En el misterio de Cristo, [María] ya está presente, incluso 'antes de la creación del mundo', como aquella a quien el Padre 'ha elegido' como Madre de su Hijo en la Encarnación. Y, además, junto con el Padre, el Hijo la ha elegido, encomendándola eternamente al Espíritu de santidad...” (resonancia magnética, 8)

A partir de los efectos infernales de la Segunda Guerra Mundial, el mundo se quedó sin esperanza. Desde el comienzo de su vida y de su ministerio sacerdotal, Juan Pablo II tuvo una gran devoción a la Santísima Madre bajo la advocación de Nuestra Señora de Czestochowa. Después de inspirarse en el carmelita secular maltés, el p. San Jorge Preca, sacó a la luz los cinco Misterios Luminosos del Rosario como medio para contemplar el ministerio público de Cristo entre su Bautismo y Su Pasión. Un año después de un atentado contra su vida, Juan Pablo II recibió la bala dirigida a su abdomen, viajó a Portugal y, como gesto de agradecimiento a la Madre de Dios, cuya mano creía que había alejado la bala a centímetros de su corazón en para perdonarle la vida, lo colocó en la corona de la estatua de Nuestra Señora de Fátima.

María siempre ha permanecido y permanecerá para siempre, no como un obstáculo, sino como el ejemplo de uno embelesado por la morada de la Trinidad. Desde el mismo momento de la Encarnación, se entregó a Dios con plena sumisión del intelecto y de la voluntad. Ella nos muestra cómo disponernos y cooperar con la gracia dada gratuitamente por Dios para conformar nuestra propia inteligencia y voluntad a la suya. En el Templo, en Caná y en el Gólgota, María se ha mantenido continuamente como un signo para el mundo de que, en medio de las alegrías, los dolores y la gloria resplandeciente, somos verdaderamente vistos, conocidos y amados por un Dios que desea que seamos conocerlo y amarlo en esta vida y en la vida de la Trinidad. Sigamos el ejemplo de Juan Pablo II y oremos:

Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio te in mea omnia.

Soy todo tuyo, y todo lo que tengo es tuyo. Te tomo por mi todo.

Hermano José María Barrero, OP | Conoce a los Hermanos en Formación AQUÍ