Recientemente asistí a mi retiro anual en el Monasterio de la Santa Transfiguración, una comunidad de monjes en Redwood Valley, CA, afiliados a la Iglesia Católica Ucraniana. Me uní a ellos en todas sus oraciones a lo largo del día y una de las cosas que me llamó la atención fue la frecuencia con la que repetimos la oración “Señor, ten piedad”. ¡En la oración del mediodía había un punto en el que lo repetíamos cuarenta veces seguidas!
Ahora, debo confesar, la repetición se volvió molesta para mí después de un tiempo y en un esfuerzo por recobrar un espíritu de oración traté de obtener alguna percepción espiritual de lo que al principio me pareció una repetición inútil. Y luego me di cuenta: la oración que se salpicaba con tanta frecuencia a lo largo de la liturgia está destinada a ser un reconocimiento constante de nuestra pecaminosidad ante un Dios todo bueno. Es una oración que debe ser incesante en la vida del cristiano, pecador perpetuamente necesitado de la misericordia de Dios. Nunca hay un momento en nuestras vidas en el que no lo necesitemos. El primer acto de cualquier cristiano es el del reconocimiento del pecado y el arrepentimiento del mismo en la propia vida. Cuando nos arrepentimos nos volvemos a Dios y le pedimos misericordia y esta es una acción que debe renovarse constantemente cada día de nuestra vida convertida. No podemos estar verdaderamente arrepentidos si estamos haciendo algo menos que rogar a Dios por misericordia.
Reconocer la pecaminosidad y la culpa es algo que muchos en nuestra sociedad han olvidado cómo hacer. ¡Somos tan miserablemente presuntuosos! Nos hemos olvidado de nuestro estado caído, que todavía tenemos inclinaciones hacia el mal. Cuando no reconocemos que somos pecadores, entonces la conclusión natural es que realmente no necesitamos un salvador. Si vivimos nuestras vidas con este tipo de actitud, estamos viviendo una mentira, la mentira de que lo estamos haciendo bien por nuestra cuenta, y vamos por la vida presumiendo que Dios nos va a perdonar sin que se lo pidamos. Pero entonces vendremos ante el temible tribunal de Dios y escucharemos “apártate de mí, siervo malo, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”. Para entonces, será demasiado tarde para que pronunciemos las palabras: “Señor, ten piedad”. Así que hacemos bien en decirlas sinceramente tan a menudo como podamos en esta vida.
Si queremos llegar a ser santos, debemos hacer de esta la oración de nuestra vida y estar siempre seguros de que Dios está deseoso de colmarnos de esta misericordia que constantemente imploramos. Las escrituras cantan las alabanzas de Su misericordia, que “perdura para siempre” (Sal. 118). Dios es un Padre misericordioso que siempre nos recibe con los brazos abiertos y no rechazará a nadie que se vuelva a Él con un “Señor, ten piedad” constantemente en los labios.
Hermano Benedicto María, OP | Conoce a los Hermanos en Formación AQUÍ