Una vez, cuando era niña, decidí alejarme de mi madre en un supermercado. Fue divertido durante unos treinta segundos, hasta que mi corazón empezó a latir con fuerza y me puse a llorar. Mi mente se quedó en blanco y me sentí terriblemente conmocionada.
Esto es el polo opuesto de lo que le ocurrió al niño Jesús cuando María y José lo encontraron en el templo. A diferencia de mí, Él estaba bastante sereno y verbal cuando María y José lo encontraron en el templo.
Es fácil restarle importancia a la diferencia diciendo que Él es Dios y yo no. Pero creo que hay más. Entonces, ¿cuál es exactamente la diferencia?
Lloré porque tenía miedo, porque temía haber perdido a mi mamá, que hasta ese momento había sido una fuente de seguridad. Esta unión amorosa entre nosotras realmente se puede romper. Y ese pensamiento era aterrador.
En cambio, el niño Jesús estaba completamente seguro. Pero ¿cómo? Cristo estaba completamente seguro en su familia divina. Desde toda la eternidad, Él mora con el Padre y el Espíritu Santo; las tres personas están unidas en un vínculo que trasciende tanto el tiempo como el espacio. Y nada en el mundo puede separarlo o destruirlo.
Aquí radica un gran misterio: que Dios, en Su Encarnación, eligió no sólo tomar carne humana, sino también asumir una familia humana para poder salvar no sólo a nosotros como individuos caídos, sino también a nuestras familias rotas, injertándolas en Sí mismo e incorporando incluso nuestras familias a Su Familia Divina.
Es por esto que nos regocijamos en la temporada de Navidad aun cuando estemos separados física o espiritualmente de nuestras familias terrenales y nuestro corazón anhela estar unidos con nuestros seres queridos.
Podemos esperar que Dios, que dio su vida por nosotros, nos una nuevamente en su banquete celestial, donde enjugará toda lágrima de nuestros ojos, donde no habrá más muerte ni llanto, lamentos ni dolor, cuando el hijo pródigo regrese, lo perdido sea encontrado y toda carne vea la salvación de nuestro Dios.