Jesús continúa su viaje desde Judea, más allá del Jordán, hacia Jerusalén, donde será crucificado. Conduce a una multitud a través de Jericó en el camino hacia Jerusalén, cuando pasa junto al mendigo ciego, Bartimeo, sentado al borde del camino.
Al oír pasar a Jesús, Bartimeo grita: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!»
Jesús se detiene y ordena a los demás que llamen a Bartimeo. Bartimeo se quita el manto, se pone de pie de un salto y, sin tropezar, se acerca.
“¿Qué quieres que haga por ti?”, pregunta Jesús.
“Rabbouni, Maestro”, responde, “para que pueda ver”.
“Ve”, es la respuesta de nuestro Señor, “tu fe te ha salvado”.
Al instante, la audición da paso a la vista y Bartimeo contempla el rostro de Cristo y luego sigue a Jesús en su camino a Jerusalén.
Esta curación física manifiesta una transformación interior. Por la fe, Bartimeo conoce la divinidad de Jesús en el rostro de su humanidad: sabe que Jesús es el Hijo mesiánico de David que libera a los cautivos y sana a los ciegos mientras reúne a las ovejas perdidas de Israel. Por un corazón transformado por el amor divino, Bartimeo ama a Cristo y camina en Su camino. El pecado ya no mantiene cautivo a Bartimeo ni la ignorancia lo ciega. Por la fe amorosa de Bartimeo, el Mesías divino establece un nuevo reino.
Para darnos esta fe amorosa, Jesús pasa por nuestra vida diaria. Cuando lo hace en la Misa, ¿decimos sinceramente: “Señor, ten piedad”? Y cuando Jesús, disfrazado de las necesidades de nuestro prójimo, nos invita a acercarnos a Él, ¿nos quitamos, como Bartimeo, el manto de nuestra comodidad, de nuestra preocupación por nosotros mismos; nos alejamos de nuestra pereza y nuestro miedo para acercarnos a nuestro Señor con amor? ¿Le pedimos que podamos ver la necesidad de nuestro prójimo como Él la ve? Y, viéndola, ¿respondemos generosamente según el modo de Jesús? Si es así, entonces, en verdad, nuestra fe nos ha salvado.